Recordar mi Vocación Misionera me permite hacer memoria del Amor de Dios, siempre tan sorpresivo, original, único, y es para mí una recopilación de Gracias recibidas.
Hace pocos días recordamos mi entrada en el postulantado; pasaron muchos años, pero el Amor, el fervor y el misterio de Dios, vivida en la fe, no cambian y me hacen feliz.
“El Señor Ama a quien da con Alegría.” (2Cor.9,7)
Este fue el lema de mi primera profesión religiosa, celebrada el día 14 de septiembre1979, vigilia de la fiesta de María Madre de la Caridad al pie de la cruz, llamada Fundadora por Santa Magdalena
Nací en una familia sencilla, de padres trabajadores. Somos cuatro hermanos, de los cuales soy la mayor.
“El Señor no mira la apariencia, mira el corazón”. (1Sam.16,7) Nadie podía entender mi vocación, pero, recordando las palabras de Santa Magdalena, “la fuerza de la Vocación hace superar cualquier dificultad.” No fue imposible; el dolor se tradujo, luego, en Bendición para toda la familia.
El pensar ahora sobre el coraje, las estrategias usadas, los medios involucrados para poder hablarles a los míos de mi deseo, y el poder dejar todo para el Señor, sin saber a dónde Él me llevaba, fue un verdadero milagro del Amor de Dios.
En ningún momento dudé ni me arrepentí: el gran deseo de ser como Jesús y ser Misionera era muy fuerte. Era una aventura emprendida y, queriendo llevarla a término, solo recuerdo que me
preocupaba el tema de la lengua, ya que me preguntaba si podría poder aprender otro idioma para dar a conocer a Jesús.
La película del P. Damián, que vi en mi adolescencia, me impulsó a pensar ser como Jesús e ir donde Él quisiera para amar más y amar a todos, y no reducir mi vida solo al círculo de personas con muchas posibilidades y recursos humanos y espirituales.
La presencia del Instituto Salesiano donde yo vivía fue un detonante importante para mí. La misa diaria, el seguimiento de los padres, la amistad con ellos y el amor a los jóvenes habían suscitado en mí una búsqueda importante en el ideal de mi vida.
En un retiro espiritual de jóvenes en Vimercate -Milán- la escritura afuera del convento decía: “Madres Canossianas, Misiones Extranjeras”. Fue la luz y el signo claro de lo que yo buscaba para vivir mi vocación y mi ideal de vida.
Allí el Señor me llamaba entre las hijas de Santa Magdalena de Canossa, como ella lo define en una de sus expresiones:
“El espíritu del Instituto es de ser despojada de todo y de todos y dispuesta a ir por el Divino servicio a cualquier lugar, aún el más lejano.” (En Card. Zurla 27.11.1824. Ep.ll, pág. 593)
El 6 de enero, día de la Epifanía, día Misionero, y después de casi cuatros meses de mi primera profesión religiosa, me esperaba en Génova el barco “Eugenio C.” para el viaje a Argentina que duró quince días y resultó bastante complicado por el mal de mar, pero con mis compañeras llegamos bien y dispuestas a todo.
El ser misionera allí donde ÉL quería como Canossiana fue la realización de mi ideal. Por muchos años estuve con los jóvenes en la escuela y también en distintas comunidades del centro de Argentina, como La Plata y Berisso, del norte del país, en Posadas y la bellísima experiencia en Paraguay, Encarnación; actualmente, en el sur de la provincia de Buenos Aires, en Punta Alta, cerca de Bahía Blanca.
En todos estos años he podido realizar mi sueño de conocer mucha gente, de hacer conocer a Jesús y dar testimonio del amor de Dios que ama sin medida y necesita de colaboradores que continúen hoy su misión en el mundo.
Concluyo expresando mis “Muchas Gracias” al Señor, que no merecí, y gracias al Instituto por poder ser Hija de la Caridad Canossiana, que en la Iglesia comparte el carisma del Amor más grande, contemplado en Jesús en la Cruz, junto a María al pie de la cruz, quienes nos educan cada día a ser Madres y hermanas de la humanidad.
Mirella Fiorentini, Misionera Canossiana
de la Provincia religiosa Argentina-Paraguay